domingo, 4 de agosto de 2013

Acerca de Neptuno transitando al Sol, por Alejandro Lodi



Charles Chaplin crea un personaje que conmueve al mundo e inscribe en el inconsciente colectivo una versión del arquetipo del excluido, de una bondad que no encuentra lugar dentro de las rígidas exigencias de la sociedad humana. 
 
Adolf Hitler, que hasta ese momento creía ser un artista, combate en la Primera Guerra Mundial y siente el llamado de la providencia divina para dedicar su vida a salvar a su patria y conducirla a su destino de gloria.

Ernesto Guevara se consagra en sacrificio en la selva boliviana, con un grupo de apósteles combatientes, en pos de la revolución socialista y de una nueva humanidad.

Nelson Mandela asume los honores de ser elegido presidente de su país, convocando a disolver el antagonismo racial cristalizado en la sociedad sudafricana y que él mismo sufriera con décadas de prisión.

Juan Perón, en el máximo de su popularidad, logra darle al país que preside una constitución ajustada a su propia visión que parece contar con un apoyo unánime, sin oposición.

¿Qué tienen en común estos hechos? Todos ellos ocurrieron en momentos en que Neptuno transitaba en aspecto significativo al Sol de las cartas natales de cada una de estas personalidades.

En los tiempos de Neptuno ingresando a Piscis, todos aquellos que tengan su Sol en los primeros grados de un signo –en especial de la cruz mutable- están participando de un muy particular desafío para la conciencia y que poco se repite a lo largo de la vida. Y como toda instancia crucial, el tránsito de Neptuno al Sol natal combina maravillas y peligros, oportunidades y riesgos.
Tratándose del dios de los océanos y sus profundidades, en estos climas la conciencia individual puede orientarse hacia puertos trascendentes, que expanden su percepción hacia lo universal, o experimentar angustias de naufragio.

En principio, Neptuno al Sol representa un momento de máxima sensibilización de la identidad. La imagen de sí mismo se torna porosa, permeable a registros sensibles de dimensiones de la realidad que hasta ahora no tenían posibilidad de ser advertidas. La propia expresión individual puede alcanzar una alta resonancia colectiva. Pero esto sólo es el “efecto secundario” de un significado aún más prodigioso: la expansión de la conciencia más allá de las fronteras de lo individual, la inmersión en la cualidad transpersonal de la existencia que deja en suspenso la capacidad del centro organizador de la percepción (el yo) para dar cuenta de esa realidad que empieza a revelarse.

Este punto es clave. Neptuno al Sol no representa la fatal confusión o pérdida del yo, sino un desafío de expansión a partir de disolver los límites conocidos de la identidad. Es la revelación de una expresión consciente, de un reconocimiento de quién soy, que va más allá de la imagen históricamente construida y que, por eso mismo, permite entrar en contacto con contenidos del ser hasta ahora inconscientes. Es decir, el tránsito de Neptuno al Sol no representa una despersonalización absoluta o el nefasto determinismo de una psicosis, sino una dilución de niveles rígidos (o simplemente ya celebrados) de la personalidad para que la conciencia pueda tener así la oportunidad de responder a niveles del alma.




No obstante, por definición, todo tránsito de un planeta transpersonal al Sol convoca a una experiencia que no tiene por sentido confirmar al yo ni contribuir a su estructuración, sino justamente desestructurarlo y desorganizarlo. Y esto implica aceptar que la naturaleza de estos momentos sugiere riesgos de distorsión patológica. En el caso de Neptuno, si la conciencia se mantiene aferrada a la imagen personal que tiene de sí misma, esta invitación a ser sensibles a dimensiones de la realidad trascendentes (veladas a nuestra percepción habitual y que ahora parecen transparentarse) será significada como la amenaza de un quebranto de todo sentido de realidad. De este modo, este tiempo de disolución de la sensación de importancia personal, de pérdida de la identificación exclusiva con el yo personal, de sensibilización de las fronteras rígidas de la personalidad, paradójicamente, termina redundando en una sacralización de tales rigideces, en una elevación a virtud espiritual de las cristalizaciones más egoicas y en el otorgamiento de misiones épicas al pequeño yo.
 
La oportunidad de difuminar niveles de identidad ya agotados, para así fundir a la conciencia en cualidades más vastas del ser, se frustra generando una distorsionante inflación del ego personal, que intentará apropiarse entonces de las potencialidades transpersonales del momento. Esa pulsión de trascendencia que invita a ir “más allá de Saturno” queda capturada dentro de las fronteras que el ego reconoce seguras. Pero, de todas maneras, esa cualidad que pugna hacia lo transpersonal buscará expresarse y lo hará ahora en formas que necesariamente, a consecuencia de aquella represión, rondarán el riesgo de desequilibrio psíquico: delirio místico, fantasía mesiánica,  paranoia alucinatoria, etc. Ese desequilibrio no es propio de la cualidad neptuniana, sino su patológica manifestación cuando se ve confinada a actuar dentro de los límites que le marca las necesidades del yo y el temor a su propia trascendencia. Cuando prima el miedo y la necesidad controladora del ego ante aquello que lo invita a entregarse al misterio, la sensibilidad perceptiva incrementada por el efecto Neptuno se descarga entonces en hechizos, encantamientos y fabulaciones que tienen siempre al yo personal como protagonista autorreferente. El potencial de la conciencia de apertura a lo universal se malogra en la fascinación de “ser yo mismo el universo”.

El tránsito de Neptuno al Sol deriva así en un momento de confusión de la identidad como consecuencia, no de su cualidad vibratoria, sino de la traducción que hace de ella la conciencia que pone de manifiesto el narcisista intento de controlar la potencialidad de expansión amorosa. Así, ante la emergencia de una experiencia cumbre que proponga abrir el corazón a toda manifestación de la vida, el yo demandante de afecto personal confirmatorio de sí mismo de inmediato la significará como la evidencia de “un universo que me ama a mí”.

Los climas neptunianos operando sobre el Sol exponen el volumen de nuestro miedo psicológico a perder el borde de nuestra personalidad. Y la reacción más común (e inconsciente) será la de una contracción de la conciencia en una forma de identidad personal -definida con trazos gruesos- como garantía de “sentir un yo”. Esto habilita la encantadora pesadilla de la encarnación arquetípica: dar vida a un arquetipo, tomar vitalidad de uno de esos programas psíquicos contenidos en el inconsciente colectivo de la humanidad. El hechizo arquetípico ofrece una muy convincente (y por eso irresistible) sensación de identidad. Encarnar un arquetipo aporta la sensación de ser alguien bien definido, importante y trascendente, que pone fin al incómodo sentimiento de licuación de la personalidad, de confusión respecto a quién se es, que trae consigo el embriagante Neptuno.




No obstante, como siempre parece ocurrir, cuanto más creemos estar escapando de lo temido, más nos aproximamos a ello: es esa misma vivencia arquetípica la que resulta una alucinación, un extravío para la conciencia, el dulce encantamiento de un canto de sirenas que conduce fatalmente a la tragedia. La extraordinaria vida que cree estar viviendo la persona gracias a haber adoptado la investidura de un específico arquetipo, en verdad, es la vida de ese arquetipo. Es el arquetipo el que toma la vida de la persona y no al revés. Es el relato del arquetipo el que está siendo desarrollado (como ya lo fuera tantas veces en la historia de la humanidad) tomando la vitalidad de aquella angustiada conciencia. Sin darse cuenta de ello, la conciencia individual traba con los arquetipos del inconsciente colectivo un oscuro pacto del que nunca resultará favorecida. Es por eso que discernir entre la vitalidad del alma (creativa y por eso incierta e insegura) y la vitalidad de la personalidad arquetípica (repetitiva y por eso tranquilizadora y segura) es uno de los sentidos claves de un tránsito de Neptuno al Sol, un desafío que requiere poner en juego todo nuestro coraje espiritual, porque cualquier variable creativa implicará estar dispuesto a afrontar alguna forma de trasgresión de la pauta arquetípica.

No es menor el valor necesario para poner en juego el conjuro de aquel encantamiento: tomar en cuenta la mirada del otro para romper la fascinación del campo de distorsión de la realidad en el que la conciencia se encuentra atrapada, para desencantar esa burbuja autogratificante en la cual la realidad es tal como mis necesidades afectivas personales la configuran. Atender al mundo vincular es la clave para responder a la expansión de sensibilidad neptuniana minimizando los riesgos de tergiversación narcisista. El límite y frustración que aporta el contacto con el otro es la medida del delirio, la paranoia y la egolatría de la propia posición.

Sin embargo, durante un tránsito de Neptuno al Sol, el miedo al desvanecimiento de la identidad habitualmente promueve una reacción de repliegue en las funciones planetarias que dan una sensación de ser “un yo discriminado, autosuficiente, que sabe lo que quiere”, refractaria, por lo tanto, al encuentro vincular que no resulte confirmatorio de esa propia imagen. Estas funciones están vinculadas con la definición de bordes personales inexorables: la decidida acción de Marte, la precisa discriminación de Mercurio y la firme determinación de la realidad de Saturno. En esa retracción, tales funciones se expresan disociadas de aquellas que le resultan naturalmente complementarias. Y esa disociación da inicio a la pesadilla de la polarización. Polarización es disociación y, por lo tanto, la frustración de la creatividad complementaria.
 
En ese ejercicio distorsionado, Mercurio se manifiesta generando interpretaciones delirantes, superficiales o fragmentarias, disociado de su complemento jupiteriano de sentido, trascendencia y síntesis. Marte muestra una susceptibilidad irritada y beligerante, traducida en todo tipo de alucinaciones persecutorias, disociado de la capacidad venusina de armonizar con la diferencia del otro y de abrirse a la dinámica del encuentro complementario. Saturno aparece como un sentido de realidad tan fascinante y mágico como inflexible y rígido, disociado del talento lunar de ser sensible a las necesidades de otros y de entrar en contacto emocional con la realidad.
Pelear, relatar y juzgar es vivido como el más efectivo antídoto a la amenaza de confusión y pérdida de sentido de identidad personal. En esa conducta la personalidad siente ponerse efectivamente a resguardo de lo que, en verdad, es una convocatoria de su alma, no la acción de enemigos. La acción del alma es vivida como una amenaza de pérdida de lo que es propio, como un intento de ser robado de preciadas pertenencias. Las fantasías acerca de sí mismo, la exacerbación de la mirada autorreferencial de la realidad, una visión mesiánica acerca del valor individual, y cierto culto a la propia personalidad pueden ser algunas de las expresiones de la función solar distorsionada en su reacción al clima de Neptuno en tránsito.

Lo que este tránsito sugiere -la sensibilización expandida respecto al misterio de la identidad y a la percepción de órdenes más profundos y vibratorios en los que la sensación de ser un individuo puede desarrollarse- puede implicar para la conciencia un tiempo propicio para agotar dimensiones arquetípicas (ya repetidas hasta el hartazgo y pasar así a otras más sutiles) como también para quedar atrapada patológicamente en ellas. La posición del Sol por signo, casa o aspecto en la carta natal aporta alguna clave acerca de la naturaleza y carácter de los arquetipos que ejerzan atracción durante un tránsito de Neptuno, ya sea para ser consumados o para cautivar a la conciencia. Por ejemplo, si se trata de una carta con Sol en Piscis, con Sol en casa XII o Sol en aspecto con Neptuno, la conciencia resulta particularmente susceptible a los arquetipos de héroe, salvador, chivo expiatorio, víctima sacrificial, mártir, misionero o inquisidor entre tantos otros. 

Más allá de las trampas arquetípicas, los tiempos de Neptuno al Sol representan una exquisita oportunidad para responder a transparencias del alma, un portal a lo sagrado en nosotros, a la correspondencia de nuestra conciencia con los sonidos de las energías que nos entraman, en la medida que se confía en la pérdida de discriminación racional respecto a quién se es. No son tiempos para estar definitivamente seguro de la propia identidad conocida, sino para asistir con conciencia a la emergencia de dimensiones desconocidas de lo que soy y que exigirán desalojar la imagen que se tiene de sí mismo. La renuncia consciente a esa atesorada imagen -cargada de memoria afectiva- no excluye un nítido y legítimo sentimiento de melancolía, de despedida. Es la complejidad emocional inherente al delicado y trascendental desafío de aceptar la disolución y entregarse a la impregnación del misterio, de hacer contacto con una sensibilidad amplificada hacia lo universal sin cerrarla en interpretaciones racionales o decisiones voluntaristas por miedo al desborde personal y a la pérdida de la representación de sí mismo afectivizada. Es tiempo de descubrir resonancias con dimensiones que van más allá de lo que creo ser o de lo que estoy habituado a creer que soy, de responder al impulso que nos convoca a la trascendencia de la conciencia, más allá (no en contra) del  mundo personal.




En lo concreto, este contacto con el misterio del ser implicará de alguna manera resignar, renunciar o retirarse de deseos del yo. Que se revele la capacidad para ser sensibles al mundo de la imagen y de los espejismos supone la disposición a agotar un proceso de la identidad personal, de que los bordes de la personalidad en la que se ha desarrollado conciencia se tornen porosos y se disuelvan en la sorprendente revelación de una nueva dimensión del misterio de lo que soy. Son tiempos para agotar los sueños del yo, ya sea celebrándolos o resignándolos. Tiempos de despedirse de propósitos personales para permitir que afloren propósitos del alma, de renunciar a “lo que deseo ser” para ser sensibles a lo que el destino revela en nosotros como intención, más allá de “lo que quiero de mí”. Neptuno en tránsito al Sol indica que ya es momento oportuno para que la conciencia se brinde en servicio a lo universal, antes que a la satisfacción de un yo personal exitoso. Son tiempos en los que el alma necesita ser reconocida, antes que el yo confirmado.

Por último, Neptuno puede despertar en la conciencia la sensibilidad perceptiva necesaria para registrar la presión psíquica que ejerce una comunidad a encarnar determinado arquetipo funcional a expectativas personales, familiares o colectivas. Los tiempos de Neptuno al Sol pueden tender la trampa de vivir inconscientemente el arquetipo confundiéndolo con lo que en verdad soy. Pero también pueden ofrecer la oportunidad para desencantar esas expectativas, despojando a la conciencia de esa investidura arquetípica, dulcemente fascinante y fatalmente asfixiante. Momentos cruciales que dan la posibilidad de diferenciarse conscientemente de esos arquetipos percibiendo su atractivo y condicionante hechizo.

Encarnar arquetipos puede constituir un servicio a deseos colectivos inconscientes, pero que siempre representarán una captura, un condicionamiento para la libre expansión de la conciencia hacia niveles de creatividad. El inconsciente colectivo hace presión para que el individuo represente anhelos de la comunidad. Y en esa exitosa expresión arquetípica del individuo se refuerza aún más aquel deseo del colectivo y su condicionamiento en conciencias individuales futuras. En casos extremos la conciencia individual se psicotiza y contribuye a reforzar la psicosis colectiva. Ese es el valor universal de testimonios como el fenómeno de Hitler y el nazismo en Alemania en la década del ´30.

En este sentido, en tiempos de Neptuno en tránsito a su Sol, un individuo puede recibir altos reconocimientos y honores de parte de la comunidad a la que pertenece. Pero es crucial sostener la perspectiva transpersonal de esos eventos y significar tales distinciones como la experiencia que permite agotar una dimensión de anhelos de la personalidad individual en sintonía con los de esa comunidad. Es disponerse conscientemente a celebrar el logro de algo muy deseado durante mucho tiempo “para darme cuenta que no soy eso”. Es una desilusión para el nivel personal y un portal de resonancia con niveles transpersonales del ser que colabora con desilusiones colectivas que redunden en saltos de madurez para la sociedad. Esos reconocimientos y honores no son un beneficio personal, ni siquiera están dirigidos a la persona, sino a lo que ésta representa simbólicamente para la comunidad.

En definitiva, el clima de los momentos de Neptuno transitando al Sol pueden resultar propicios para que la conciencia se fascine con un arquetipo, disfrute de su efecto mágico, padezca su ilusión, o también para defraudar deliberadamente ese encanto y así permitir una respuesta creativa, que no repita el programa arquetípico, tanto a escala individual como colectiva.


En Alejandro Lodi, Astrología 
Una exploración en los símbolos del alma
Febrero 2012

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